En 1873, el primer tren en la nueva línea de Veracruz llevaba a un obispo metodista y a Alejo Hernández, el primer latino ordenado en el metodismo, quien fue el la elección del obispo para establecer una misión en la ciudad de México D.F. Pero el poder palpitante en la caldera de la locomotora tenía un recipiente más resistente que el cuerpo que alojaba el celo palpitante del espíritu de Hernández y a los dieciocho meses, sufrió un derrame cerebral masivo, que lo dejó incapaz de moverse más que su cabeza y sus manos.
Sin embargo, durante su breve ministerio, Hernández inspiró a personas de habla hispana, tanto en México como en Texas. Su predicación provocó avivamientos y a veces su apasionada oratoria hizo que congregaciones enteras se arrodillaran. Pero este no era el arrodillamiento que le habían enseñado de niño.
Alejo, el hijo de una familia mexicana adinerada, había sido enviado a la universidad para prepararse en la ordenación como sacerdote católico romano. Durante su primer año, perdió la fe, abandonó la escuela y, sin decírselo a sus padres, se unió a los soldados que luchaban contra las fuerzas francesas que invadieron México en 1862. Tomado prisionero por los franceses, se escapó y se abrió camino a la frontera Tejana.
Mientras estuvo preso, se había topado con un tratado anticatólico que leyó con la expectativa de reforzar su ateísmo. En cambio, lo inspiró a hacer su propio estudio de la Biblia. ¡Si solo tuviera una! Ese problema se resolvió cuando entró en contacto con los metodistas en Brownsville, Texas. No solo recibió una Biblia, sino que durante un servicio de adoración metodista experimentó la conversión, a pesar de que el inglés hablado por el predicador no era su lengua natal Hernández dice: Sentí que el espíritu de Dios estaba allí. Aunque no pude entender ni una palabra de lo que se decía, sentí que mi corazón se calentaba de manera extraña... Nunca escuché un órgano tocando tan dulcemente, nunca las voces humanas me sonaron tan hermosas, nunca la gente se veía tan hermosa como en esa ocasión. Me fui llorando de alegría.
En ese instante, se dijo más tarde, "se convirtió en un misionero para siempre, tan lleno estaba el diluvio de la santa pasión en su alma". Pronto recibió una licencia de predicador en la Iglesia Metodista Episcopal del Sur y comenzó su ministerio en el área de Corpus Christi. En 1871, dio el primer paso hacia la membresía de la conferencia anual, recibió la ordenación de diáconos del obispo Enoch Marvin y fue designado para trabajar entre los mexicanos a lo largo del Río Grande. Después de su muerte, el obispo John Keener dijo: "Estaba listo para cualquier empresa al servicio del Maestro para ir solo, y en una hora de aviso, si fuera necesario, hasta los confines de la tierra".
En 1873, un cambio en las leyes Méxicanas hizo que el Obispo Keener pudiera visitar la Ciudad de México, comprar propiedades para una iglesia y encargarle a Hernández la responsabilidad de abrir una misión metodista ya que anteriormente prohibían la predicación protestante y la distribución de Biblias. El secretario de la Junta de Misiones dijo lo siguiente:
"El hermano Hernández ha sido sometido a las necesidades extremas de la pobreza, a las persecuciones de la ignorancia supersticiosa, al poder intolerante, y a las influencias no menos potentes de la adulación. Pero de todo lo ha sacado el Senor con su poder."
A causa de su trabajo, muchos mexicanos comenzaron a estudiar la Biblia por sí mismos, a cantar himnos metodistas, a alzar sus corazones "en oración ferviente", y a experimentar la conversión.
Cuando un ataque cerebral debilitante terminó con el ministerio en la ciudad de México que Hernández habia levantado, regresó a Corpus Christi, donde, junto con su esposa y dos niños pequeños, vivió, casi totalmente paralizado, hasta su muerte el 27 de septiembre de 1875.
Este artículo originalmente fue publicado en inglés por la Comisión General de Archivos e Historia y escrito por John G. McEllhenney. Traducción por Jose Cordova-Sanchez. Contacto: [email protected].